En el pueblo al pie de la colina, todos hablaban del milagro de la Rosa Perdida. Nadie podía explicar cómo una niña, con una simple flor encontrada en el bosque, logró lo imposible: devolverle la vida a su madre.

Sofía, de ocho años, tenía una fe tan pura como inquietante. Su madre llevaba semanas enferma, pálida como una vela apagada, y cada noche su tos resonaba como un presagio. Una fría mañana de diciembre, mientras buscaba flores en el bosque, Sofía encontró una rosa roja, vibrante y perfecta, a pesar de que no era época. La llevó a la iglesia y la ofreció a la Virgen de Guadalupe, susurrando: “Cuida a mi mamá, por favor.”

Al día siguiente, su madre estaba sentada en la cama, con color en las mejillas y un destello nuevo en los ojos. Entre lágrimas, le contó un sueño: una mujer con un manto de estrellas había entrado a su cuarto, dejado una rosa en su almohada, y dicho: “Tu fe ha sanado tu cuerpo. Ama y cuida de tu pequeña.”

Sofía, emocionada, corrió a la iglesia para agradecer a la Virgen. Pero el jarrón donde había dejado la rosa estaba vacío. En su lugar, un pétalo rojo, fresco y brillante, reposaba en el altar, como si hubiera sido colocado por una mano divina.

Desde entonces, el Milagro de la Rosa Perdida se convirtió en el corazón del pueblo. Era una historia de esperanza, pero también un misterio que muchos no se atrevían a cuestionar. Después de todo, la fe de una niña había tocado algo más grande, algo que solo dejaba pistas, como un pétalo en el altar o un eco en el aire helado.